En el análisis que hace García Peña de la carta enviada por Dominga Alcántara al gobernador militar de Santo Domingo, el general Henry Lee, para la devolución de unos tambores del espíritu santo confiscados después de que marines norteamericanos se quejaran del bullicio
Por Roque Santos
En el capítulo dos de Bordes de la dominicanidad de Lorgia García Peña (Bonó, 2020) se trabaja la contradicción de los archivos de la Dominicanidad/dominicanidad durante la Ocupación Militar Norteamericana, 1916-1924. Intitulado de “Bandidos y cueros” toma como referencia dos hechos que contradicen los discursos oficiales de los marines norteamericanos en su trato hacia la población negra de la frontera dominico-haitiana, o rayana según autores decimonónicos dominicanos.
El primer hecho es sobre la cuestión racial representada en la vivencia de la negritud o africanidad en la población fronteriza y sus cultos. “La criminalización de las prácticas y practicantes afrorreligiosos a través de canales oficiales y extraoficiales” (p.114). En este punto aborda la historia de Dominga Alcántara y la confiscación de sus tambores por el ejército gringo. Luego, conecta este hecho con el surgimiento del liborismo en la misma región como consecuencia de la persecución y aniquilamiento de su líder “negro, bajito y feo” (p 144): Olivorio Mateo.
La segunda parte del capítulo aborda la contradicción de la diáspora en su mirada a la religiosidad afrocaribeña del montarse y cómo las novelas escritas trabajan la cuestión de la otra frontera, la simbólica y real, entre nuestro país y los Estados Unidos. Su estrategia es comprender estos textos literarios como textos montados, esto es, como “memorias encarnadas” que permiten otro acceso a los hechos a través de las historias silenciadas o los silencios de la historia. Aquí trabaja autores como Junot Díaz, Julia Álvarez, Angie Cruz y Nelly Rosario.
En el análisis que hace García Peña de la carta enviada por Dominga Alcántara al gobernador militar de Santo Domingo, el general Henry Lee, para la devolución de unos tambores del espíritu santo confiscados después de que marines norteamericanos se quejaran del bullicio, percibo un fenómeno que he visto en varios textos escritos desde una perspectiva decolonial o también desde una perspectiva feminista: la representación de la víctima.
En el caso de la carta, un texto efectivamente que contradice el discurso oficial sobre la intervención norteamericana y su mirada a la población fronteriza, Lorgia olvida analizar a la propia Dominga y su representación de sí misma frente no solo al soldado interventor, sino a todo lo que él representaba en términos de masculinidad, de racialidad y de poder político.
La carta de Dominga dice lo siguiente: “Ciudadano Almirante: Después de saludarlo tomé de mi vil pluma para reclamar me devuelvan los quijongos del espíritu santo que le dicen los palos camitos del espíritu santo…” (p.-115). La interpretación de Lorgia ve en esta carta una “resistencia anticolonial por parte de la negritud dominicana” (p. 115) en donde el papel de las cofradías, como espacio de libertad, estaba dirigido por una persona “con más conocimientos, generalmente una persona que pudiera leer y escribir, y frecuentemente esta persona era una mujer…” (p. 117).
Nota García Peña cómo la capacidad letrada de Dominga se afirma en las primeras líneas. El problema es que la “empatía” nubló el análisis porque dentro de esta afirmación hay un adjetivo muy elocuente. Fíjese que Dominga dice explícitamente “tomé de mi vil pluma”; aunque el traductor es probable que haya tomado unas licencias importantes en la traducción de estas páginas; creo que, en el análisis, como está enfocado en destacar el poder femenino en la autora de la carta, García Peña olvida la representación de sí que nos brinda ese adjetivo empleado por Dominga Alcántara para destacar su “dicción performativa”.
Dominga no reclama “los quijongos” en tanto que mujer, negra o con la conciencia de un patriotismo frente al invasor. Su necesidad es espiritual y su responsabilidad como jefa de la cofradía es reestablecer los instrumentos sagrados y para ello utiliza, en provecho propio, los mecanismos de poder que le están a su alcance y que ella reproduce: la intervención frente al poder mayor (general versus capitán). Esa es la conciencia de Dominga.
Segundo, “tomé de mi vil pluma para reclamar” no indica una representación liberada de sí misma en tanto que mujer negra practicante. El adjetivo “vil” para referirse a su “dicción performativa” la hace sumida frente al poder mayor.
Dominga entiende los palos (religión) como cosa del pueblo, algo fuera de la política (el gobierno).
FUENTE: Acento (https://acento.com.do/opinion/bordes-de-la-dominicanidad-2-8871272.html)